La eutanasia descansa sobre un principio ético básico para la democracia: el derecho a la privacidad. Este tiene su raíz en la idea de libertad personal. Adquiere mayor significado en las sociedades abiertas, pluralistas y democráticas, donde coexisten posturas, creencias religiosas, eupraxsofías [1] y sistemas de valores contrapuestos, y donde tenemos la obligación de ser tolerantes con las diferentes convicciones éticas.
El derecho a la privacidad es un principio ético general prima facie ganado recientemente. La gente no reconoció su autenticidad sino hasta, digamos, dos o tres siglos atrás. Sostengo que el derecho a la privacidad es un derecho humano según el cual la sociedad debe respetar la opción que tiene un individuo para manejar su propia vida. El cuerpo de una persona, sus posesiones, creencias, valores, acciones y conducta son zonas donde la sociedad no debería entrometerse sin una buena razón.
El derecho a la privacidad, por lo tanto, depende del valor que le otorguemos a la autonomía personal, es decir, a la libertad de elección voluntaria y al reconocimiento de la importancia de la responsabilidad individual. El derecho a la privacidad no es ilimitado y, bajo ciertas condiciones, la sociedad tiene autoridad para restringirlo ateniéndose al bien común. Sin embargo, es un principio general que deberíamos respetar a menos que haya sólidas objeciones para sostener lo contrario. No coincido con aquellos libertarios que desean transformarlo en un derecho absoluto.
A la vez, pienso que también podemos defender la eutanasia en otros terrenos éticos. Por ejemplo, toda vez que sea posible, tenemos el deber de reducir el sufrimiento innecesario, aplicándolo a los individuos independientemente del derecho a la libre elección. Sin embargo, el derecho a la privacidad implica que una persona debería tener potestad sobre su cuerpo, su nutrición y salud, y, en lo posible, que se le debería consultar sobre el tratamiento de sus propias enfermedades. Ello supone un principio de autodeterminación con respecto a los problemas que surjan en el contexto del tratamiento médico. Este principio se aplica a la eutanasia. Aquellos individuos que están agonizando, gravemente enfermos, deberían tener el derecho de negarse al tratamiento y pedir ayuda para aliviar el sufrimiento y adelantar la muerte.
Este tipo de eutanasia de elección libre concierne sólo a los adultos. ¿Dónde trazar la línea? ¿A qué edad uno se vuelve adulto? Seguramente antes de los veintiún años; tal vez pueda incluirse a quienes están en los últimos años de la adolescencia, pero primordialmente concierne a la gente adulta. Aunque han surgido importantes cuestionamientos morales relacionados con el infanticidio, éste es otro tema y no puedo tratarlo aquí. Por lo tanto, excluiré de esta discusión a los menores de edad y sólo me referiré a los adultos.
La eutanasia voluntaria implica que los adultos son competentes, racionales y capaces de tomar decisiones. Ahora bien, ¿cuál es el significado del concepto de racionalidad? Esta es una pregunta clave. Pero estamos hablando de la decisión de una persona coherente, producto de un juicio reflexivo, y no de una acción precipitada causada por la inmediatez del sufrimiento.
Así, la eutanasia supone el consentimiento informado. En cualquier contexto médico se debe informar al paciente tanto como sea posible, de manera que comprenda su condición y las opciones y consecuencias de los distintos tratamientos alternativos. No me agrada el término paciente. Preferiría referirme a una persona activa que recibe un tratamiento y se compromete a tomar decisiones sobre lo que debe hacer. El término paciente sugiere una aproximación paternalista, donde otros deciden qué hacer, pero el término persona activa sugiere una participación activa de la persona en el cuidado de su propia salud. El consentimiento, entonces, no significa aceptación pasiva.
Un aspecto esencial de la eutanasia voluntaria es que la elección de terminar con nuestra propia vida es el resultado de una reflexión madurada y sostenida en el tiempo. Por lo tanto, resulta crucial hacer un testamento en vida. Creo que la mayoría de los estados reconocen su validez. La decisión de optar por la eutanasia debería ser producto de la intención -mantenida en el tiempo- de una persona que no quiere prolongar su vida bajo ciertas condiciones y posiblemente desea adelantar su fin.
Deseo destacar que la eutanasia voluntaria se aplica sólo a personas moribundas, es decir, sólo a la gente con enfermedades terminales o con lesiones que la lleven a estados terminales. No se aplica a todo el mundo en cualquier circunstancia. Mi punto de vista es que no se puede utilizar la eutanasia a menos que la persona ya haya entrado en el proceso de la muerte. Llegado este punto, el moribundo decide -según su criterio- que su calidad de vida se ha deteriorado tanto que no quiere seguir viviendo y sufriendo y, habiendo sopesado las opciones, decide morir.
Estas consideraciones se aplican, por supuesto, a la eutanasia pasiva. Es difícil comprender cómo alguien podría oponerse a la eutanasia pasiva. Supongo que en el debate actual casi todo el mundo apoya algún tipo de eutanasia pasiva, lo cual significa que no se debería apelar a ningún medio extraordinario para mantener viva a una persona que se opone a seguir viviendo.
A mi modo de ver, debería suceder lo mismo con la eutanasia activa. Aquí reside hoy el eje de la controversia. ¿Qué significa eutanasia activa? Uno podría preguntarse si una sociedad pluralista y democrática, que nos permite elegir y optar, debería conceder a una persona que se está muriendo o tiene una enfermedad terminal y pide ayuda para adelantar el final de su vida, que se cumpla su voluntad. Ello se puede implementar incrementando las dosis de morfina o desconectando los tubos de alimentación o cualquier otro sistema de soporte artificial. Lo que resulta difícil es marcar el límite entre eutanasia activa y pasiva. Para ser claros, vayamos a un extremo: eutanasia activa significa que si alguien está agonizando y ruega para que lo ayuden a morir en paz y con dignidad, tenemos la obligación moral -y tal vez el derecho legal- de reconocer dicha elección voluntaria.
Según mi opinión, sería mejor si todos estos asuntos se mantuvieran en privado, dentro de la familia, y se dejara a los individuos decidir por sí mismos consultando a sus médicos. Tanto la eutanasia activa como la pasiva se vienen practicando desde tiempos inmemoriales. El problema se ha exacerbado recientemente porque mucha gente -que en condiciones normales habría muerto- puede seguir viviendo mucho más tiempo que en el pasado debido al poder de la ciencia y la tecnología modernas. Es precisamente el tremendo progreso de la ciencia moderna lo que nos ha llevado a este dilema moral. La verdadera pregunta no es si deberíamos dejar morir a una persona sino si deberíamos permitir que se la mantenga viva. En ambos casos estamos interviniendo en procesos naturales. Creo que podemos y debemos hacerlo. Con todo, es preferible que esta decisión permanezca en el ámbito privado. Pero -considerando que pueden existir malos usos y abusos- la sociedad se debe comprometer para que nadie abuse de los derechos de las personas y nadie viole el derecho a la vida. Por lo tanto, necesitamos protecciones legales elaboradas democráticamente.
¿Qué podemos decir de las obligaciones de los demás? Me refiero a aquellos que no creen en la eutanasia y se oponen a ella. Algunos creen que el sufrimiento conlleva algún mérito espiritual y que el suicidio es un pecado, y cualquier esfuerzo por poner fin a una vida los ofende profundamente. Por supuesto, no debe aplicárseles la eutanasia. Lo contrario sería eutanasia involuntaria, a la cual me opongo enérgicamente. Del otro lado, hay decenas de millones de personas que, luego de un proceso reflexivo, han decidido que quieren terminar con sus vidas, sea activa o pasivamente. La pregunta es: ¿deben reconocerse sus derechos? Desde el punto de vista del hombre de la calle, ¿cuáles serían las pautas o principios que deberían orientar a dichas personas? Aquí debo enfatizar un punto anterior: nada de lo que dije es absoluto. Son sólo principios generales, y puede ocurrir que -en ciertas ocasiones- uno desee pasar por alto la autonomía. Admito que a uno se le pueden presentar dilemas morales en los cuales ello pueda representar la opción más significativa. Pero si uno decide limitar la autonomía tiene que tener una buena razón. En otras palabras, me parece que tenemos la obligación prima facie de reconocer y respetar la autonomía de aquellas personas que, luego de una decisión pensada, han optado por la eutanasia activa y voluntaria. Si uno va a negarles ese derecho, debe tener una muy buena razón. Esto puede ocurrir con personas discapacitadas que sufran algún tipo de coerción por parte de quienes los rodean, donde la decisión no es meditada, o donde puedan entrar en juego otros factores de presión. La eutanasia debe ser una opción elegida libremente.
Volviendo al punto de vista del hombre de la calle, me parece que hay otro principio ético relevante, y es el principio de beneficencia. Este sugiere que los seres queridos, familiares, amigos, incluso los médicos y abogados que conocen a la persona, sienten cierta compasión y piedad. En el mandamiento “ama a tu prójimo” [2], así como en el hecho de ser piadosos con los que sufren, hay un profundo principio cristiano. Si alguien que conocemos nos suplica que lo ayudemos a morir con dignidad, nos encontramos ante un auténtico deber moral. Insisto: en nuestra sociedad, ello constituye una fuerte obligación moral que debe ser considerada en el contexto del dilema que enfrenta la persona.
Otro principio a considerar es el de no-maleficencia. No deberíamos causar daño a aquellas personas que amamos o a quienes nos confiaron la tarea de cuidarlos. No siempre resulta beneficioso para un paciente el mantenerlo vivo a cualquier costo. Podemos hacer bien al ayudar a morir a un paciente activo, evitando prolongar su agonía. Es decir: si mantenemos con vida a una persona en contra de su voluntad, podríamos lastimarla, infligiéndole un daño innecesario. Eso es inmoral. Aquí nos encontramos a la vez con un principio de beneficencia y no-maleficencia prima facie, que aparece como “decencia moral común”.
Puede haber casos en los que un individuo opte por la eutanasia y sus familiares consideren insensata a esa opción. En tal caso, nuestra obligación moral será persuadir al individuo para que reflexione. Si nos encontramos con una persona que insiste en que no quiere vivir y pensamos que está equivocada, que no ha examinado todas las opciones, o que está reaccionando emocionalmente, entonces tenemos el deber moral de persuadirla de que todavía le resta cierta calidad de vida y que no debe rendirse tan rápidamente. Y deberíamos convencerla. Pero si, en un último análisis, la persona que sufre no está de acuerdo con nosotros e insiste en su anhelo de morir, sostengo que deberíamos respetar esa demanda de dignidad. Nuestros propios deseos no cuentan, y si nuestra conciencia se opone, lo menos que podemos hacer es no prohibirle morir.
De existir un conflicto de intereses, es la propia persona la que debe decidir voluntariamente si la vida tiene sentido todavía, o si quiere morir placenteramente y con tanta dignidad como uno pueda proporcionarle.
Sobre el autor: Paul Kurtz es presidente fundador del CSICOP y del Centro para la Investigación (Center for Inquiry), y profesor emérito de Filosofía de la Universidad Estatal de Nueva York en Buffalo, EE UU.
Notas:
Término que utilizo para denominar nuestras creencias y valores como un todo.
Marcos 12:31.
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