¿El nombre de Dios en la Constitución? Ni Dios lo quiera…

Omar Ospina García es un periodista ecuatoriano

El artículo fue enviado a la Asamblea Nacional Constituyente de Ecuador, y el diario Hoy publicó un resumen el domingo 6 de abril de 2008, con el título “¿Al fin debate?” [N. del E.]

Hago mío el texto de la estupenda caricatura de Bonil en El Universo, para proponer algunas ideas sobre el asunto.

Es posible que uno de los mayores logros surgidos de la controversia originada en la Asamblea Nacional Constituyente [de Ecuador] en torno a la inclusión del nombre de Dios en la Constitución, así como sobre otros temas no menos sensibles e importantes como el aborto (no se ha tratado sobre la eutanasia) y las uniones homosexuales, ha sido propiciar, por primera vez en el Ecuador (en Europa, Estados Unidos y otros países de América Latina, hace rato), un debate en torno a cuestiones de gran trascendencia para la vida de las personas, pero que para la Iglesia han sido intocables, cuestión de dogma. Aquello de lo que no se puede hablar por un atávico e impuesto respeto que, en pleno Siglo XXI, resulta no sólo cuestionable sino inadmisible si ese respeto equivale al silencio. La religión y la fe, diría con razón Maese Perogrullo, inciden directamente en la vida de todos los seres humanos. Son, por lo tanto, o deben ser, objeto de discusión, de análisis, de controversia. Y esa controversia no es materia de pecado como se postulaba hasta hace poco en señal de intolerancia.

En términos del mencionado y necesario debate, menciono las controversias sobre la fe entre Umberto Eco y el Arzobispo de Milán, Carlo María Martini, y del filósofo alemán Jürgen Habermas con el Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI. O las más recientes conversaciones en Buenos Aires del escritor argentino Tomás Eloy Martínez con el ex arzobispo de Resistencia Carmelo Juan Giaquinta y con el rabino judío Daniel Goldman (El debate entre el Cardenal Ratzinger y J. Habermas se encuentra en la revista EL BÚHO Nº 13, y el texto de T.E. Martínez se reproduce en EL BÚHO Nº 25, que circulará a fines de abril de este año). Controversias útiles y esclarecedoras, no pecaminosas. Y el hecho de que se hayan suscitado, significa que la Iglesia, por boca de algunos de sus más caracterizados voceros, acepta debatir sobre las “cosas de la fe”, tan intocables antes.

Ha sido, entonces, positivo que en el Ecuador la Iglesia haya “descendido” a los terrenales espacios del debate civilizado y franco sobre temas tan determinantes en la vida humana. Las alturas inaccesibles de lo sagrado no aportan nada al conocimiento. Sustentan la fe ciega y sin fisuras que deviene de la ignorancia, pero no dan la posibilidad de tratar de entender, que es la mejor –y la única– manera de amar. No se ama ni se respeta lo que no se conoce. La vieja sentencia del catecismo del Padre Gaspar Astete (1537-1601), que al parecer para algunos sigue vigente en pleno Siglo XXI: “Fe es creer lo que no vemos porque Dios lo ha revelado”, implica que la ignorancia es el único camino. Muchos, no pocos como se sugiere al hablar del Ecuador como “un país mayoritariamente católico”, quisiéramos algo más que aceptar la ignorancia impuesta desde arriba. Queremos acceso al conocimiento para poder aceptar lo divino y religioso, si es del caso, o no aceptarlo si el argumento no convence.

De modo que ha sido muy útil observar en la televisión a prelados de la importancia de Monseñor José Mario Ruiz Navas y Monseñor Antonio Arregui, aportando ideas, e incluso propinando baculazos mal disimulados contra los no creyentes, a fin de que las personas tengan a mano siquiera la alternativa de la argumentación. Claro que Monseñor Arregui no fue entrevistado por un intelectual y ni siquiera por un periodista debidamente informado, en ejercicio de su profesión, sino por uno tan creyente como el prelado, lo cual fue muy piadoso pero le restó altura intelectual a una conversación que de posible debate derivó en monólogo del distinguido sacerdote. Pero al menos al prelado se le vio argumentar. Hay que tenerle más miedo a la ignorancia y al silencio que al conocimiento y a la controversia. El silencio, por el camino de la ignorancia, sólo lleva a la obediencia ciega y al fanatismo, y los frutos de este están en la historia de ayer y en la realidad de hoy.

Las ciencias sociales y biológicas –antropología e historia, biología y neurología sobre todo– y el sentido común, hace mucho demostraron que los dioses fueron creación humana en procura de entender el universo. Y que las religiones procedentes de esas divinidades pertenecen todas al reino de la mitología –ninguna resiste el menor análisis científico o racional–, tal como los seres humanos, en la voz de Nietzsche, “pertenecemos a la patología”. Si un hipotético viaje al pasado nos permitiera cuestionarle a un griego la existencia de Zeus o a un vikingo la de Thor, correríamos el mismo riesgo que cuestionar hoy en una reunión de católicos la existencia de Dios, en una mezquita la de Alá o en la sinagoga la de Yaveh. Con algunas diferencias, por supuesto. En la Sinagoga quizás seríamos solamente incómodos y nos mirarían mal. Con más de cinco mil años de historia a cuestas, el judaísmo, la más antigua religión monoteísta, ya traspuso su período de imposición violenta de su fe, a aparte de que todavía esperan al Mesías, asunto que les frena los ímpetus cataquísticos. Sus contiendas son ahora más políticas y territoriales que religiosas. En la iglesia cristiana, con algo menos de la mitad de la historia judía, seguramente se aguantarían la tentación de llevarnos a la hoguera después de la tortura, y sólo nos sacudirían un par de trancazos. No en vano su sangrienta persecución a herejes y descreídos declinó desde hace casi doscientos años. Ahora solo están en la etapa de la intolerancia conceptual, con el argumento cada día más débil de ser la “verdadera Iglesia”, en lo que concuerdan con el judaísmo que pretende para Israel la privilegiada posición de “Pueblo elegido”. ¿Por quien? Por un Dios creado Ad Hoc por ellos mismos para justificar tan absurda pretensión. En la Mezquita, empero, seguramente nos asesinarían si ponemos en duda la existencia de Alá o cuestionamos a su profeta Mahoma. El Islam está en su Edad Media, es decir, en plena persecución y asesinato de herejes (¿no les suena conocido?) de modo que habrá que tomar precauciones y esperar a que evolucionen. Ojala no les tome tanto tiempo como al Cristianismo pues de lo contrario aún nos queda mucha sangre por derramar.

Hace falta, pues, al ciudadano común y corriente pero consciente, es decir, estudioso o, al menos, curioso, acceder a otras lecturas aparte de la Biblia, el Corán, la Torà y los Evangelios. Para empezar, sugiero los escritos de Richard Dawkins, Sam Harris, Michel Onfray, Stephen Jay Gould, Mircea Eliade, Christopher Hitchens o Fernando Savater. Para abundar, agregaría a Federico Nietzsche, Bertrand Russell y el historiador Karlheinz Deschner.

Es preciso, entonces, insistir en que ninguna divinidad debe constar en la Constitución. Esta es una Ley para todos, no solo para los creyentes. Para ellos está el Decálogo. Ojalá y la Asamblea Nacional Constituyente no desvíe, por un prurito exageradamente respetuoso para con la fe de los creyentes, el sentido lato del laicismo, que es esencial a una Democracia multicultural e independiente. El laicismo implica libertad de conciencia y de pensamiento, no meramente libertad de culto, cosa que significa apenas la posibilidad de escoger entre varias religiones, asunto del fuero interno de cada ciudadano y no posición oficial del país, como se pretende en sectores respetables pero equivocados por retardatarios. El hecho de que la mayoría de ecuatorianos o latinoamericanos sean católicos no le da a esta religión supremacía alguna, moral o intelectual, sobre las otras o sobre los no creyentes. Si en esas estamos, el islamismo y el budismo deberían ser, por ley, de preeminencia universal ya que tienen más adeptos que el cristianismo. La fe es individual, no colectiva. Por tanto, no puede incidir en leyes colectivas, generales y humanas. Que el creyente se rija en su casa y puertas adentro por la ley de Dios, vaya y venga. De puertas para afuera se imponen la tolerancia y el respeto para todos.

Por otra parte, dictaminar que la justicia sin Dios no es justicia, como aseveró Monseñor Arregui en la complaciente entrevista ya mencionada, es una falta de respeto con el ser humano increyente. Que lo merece tanto como el piadoso, por supuesto. Ello equivale a decir, como lo afirmó el Papa no hace mucho, que “quien no lleve a Cristo en su corazón es oscuro por dentro”. Según eso, parece que el planeta corre el riesgo de quedar en tinieblas: somos bastantes los oscuros… Y cada vez más debido al conocimiento, ya no circunscrito a las abadías medioevales, lejos del alcance del vulgo, sino en los libros y en la Internet, al alcance de todos. Y mientras más se investiga y se conoce, menos se cree en lo improbable y esotérico.


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