Sin Dios todo nos es permitido.
Desde la descomunal caída del comunismo de Europa Oriental, estamos seguros de la inutilidad de lo que yo llamo la religión atea más mentirosa del mundo. Una y otra vez, pastores y curas de jerarquía se levantan en contra del ateísmo equiparándolo al comunismo y piden su aniquilación, como si la erradicación del ateísmo llevara a la destrucción de la ideología comunista. Tal falacia es evidente en lo que en América Latina se llamó la Teología de la Liberación, un sincretismo bastante obsceno entre la ideología marxista y la creencia en un Cristo revolucionario y una Iglesia para los pobres. La teología de la Liberación es simplemente comunismo con Dios, mientras el comunismo típico que se aplicó con sus errores, tragedias y miserias en diferentes partes del mundo es una religión sin dios. Una religión atea como lo es el Budismo. El comunismo tiene sus propios dogmas y ay! de aquel que intente contradecirlos, tiene su propio Paraíso: la utópica dictadura del proletariado, tiene su propio Satán: USA, sus propios pecados como el deseo de hacer empresa. Los trabajadores son angelitos y los patrones, empresarios, burgueses u oligarcas son demonios a eliminar. Es una religión totalitaria como el cristianismo en el sentido de que su proyección universal por crear un nuevo hombre implica la destrucción de miles de vidas humanas tal como lo ha demostrado la historia criminal del cristianismo. El cristianismo triunfó gracias a la aniquilación de masas enormes de individuos que tenían posiciones metafísicas ligeramente distintas a la del rey de turno. La ciudad de Dios, la soñada por san Agustín es una libre de judíos, herejes y paganos. Basta leer sus obras. En el comunismo, la idea es la eliminación de una clase social: la burguesía o para ser más exactos los propietarios privados de los medios de producción. En el nazismo, la religión oficial es el catolicismo, el primer Estado (o pseudoestado porque el Vaticano es un Estado sin pueblo, ni ciudadanos) en reconocer a Hitler fue el Vaticano. La Iglesia Católica vio en el Furer el mejor candidato para eliminar a bolcheviques, comunistas, republicanos y judíos. Su experimento principal fue en España donde la Iglesia Católica apoyó el golpe a la naciente república y entronizó a Francisco Franco de por vida. En 1939, España ya era fascista, no valía la pena que entrara en la guerra de las demás naciones europeas, en donde el Vaticano quería eliminar a sus enemigos por medio de su títere: Adolfo Hitler. La religión a la que siempre estuvo ligado el canciller del Tercer Reich fue a aquella en que fue bautizado: la católica, y el Vaticano no lo excomulgó nunca. Por supuesto, Hitler quería para la raza aria (un concepto más esotérico que científico) un imperio como el británico, donde él fuera la cabeza rectora de la Iglesia oficial del Reich como el rey de Inglaterra es el dirigente de la iglesia cismática conocida como alglicana. Pío XII apostó por ese hombre disimuladamente y cuando lo vio perdido, pues cambió de bando (como han hecho todo el tiempo), solo se limitó a decirle a los ejércitos liberadores aliados que no pusieran negros en los batallones que protegían a la Santa Sede. Por eso lo quieren canonizar.
El ateísmo es simplemente la negación, la ignorancia, la indiferencia o la simple decencia ante la pregunta: ¿Dios existe? No más. Lo que le quieran montar de allí en adelante son parapetos como muletas en la cueva de Lourdes. Generalmente, se quiere responder a esta pregunta fenomenológica como si fuera una pregunta ética. Basados principalmente en el dicho de que sin Dios no hay moral, muy conocido en la literatura universal especialmente por Dostoievski: “Sin Dios nada le está prohibido al hombre” decía en sus alucinaciones Iván uno de los hermanos Karamásov. Y recordemos cómo termina el libro “Iván seguía loco”. En general, los que somos ateos y hemos eliminado de nuestra mente el pensamiento mágico vemos en los creyentes simplemente personas que han conservado su amigo imaginario para la adultez y que cuando rezan en verdad están delirando. El estimado Fiodor era ultraortodoxo, anticatólico y según cuentan borrachín, una conducta prohibida por su religión que ni su credo pudo eliminar. Y ahí lo tenemos, defendiendo a Dios, como lo hizo Noé o Mel Gibson: borracho, y ese es el principal argumento moralista a una simple respuesta negativa de la pregunta: ¿Dios existe?
Ahora, ¿qué deviene de responder con un no rotundo a esta incómoda pregunta? Muchas cosas y depende de cada individuo. Sin embargo, a lo largo del tiempo hemos visto que nuestra civilización ha avanzado de la barbarie a la humanización o al antropocentrismo: al reconocimiento de la superioridad de los valores individuales de cada ser humano: su vida, su libertad y su propiedad. Y esto se ha logrado fundamentalmente en contravía de las corrientes religiosas que ponían al dogma encima del hombre, para colocarse ellos portadores del dogma o la verdad revelada encima de los otros hombres. Si estuviéramos aún en la compraventa de indulgencias de la ICAR ni siquiera tendríamos tribunales de justicia, porque la indulgencia permitía la libertad de aquel que pagara con un determinado dinero por los pecados cometidos. La justicia en esos tiempos solo se aplicaba para ejemplarizar a los que no se acogían a ese tipo de “justicia”, es decir a los herejes como Lutero que se atrevió a juzgar las atribuciones papales.
Si nos ciñéramos a la justicia divina, no tendrían sentido los tribunales, ni las cárceles. ¿Cómo castigar a un hombre que ha hecho algo malo atentando contra la vida, la libertad o la propiedad de otro? ¿No es ese asunto de Dios? ¿Para qué lo hacemos nosotros aquí en la tierra y ahora? ¿No lo hace Dios en una futura vida de ultratumba? Hasta los más religiosos contemporáneos comprenden que en una sociedad donde no se castigue a los criminales, mandan los más fuertes y ellos mismos podrían caer bajo sus garras por mucho que le recen a Dios para que no.
Es de anotar también que el mismo concepto de justicia y moral nos exige una respuesta honesta a la pregunta: ¿Existe Dios? Al no tener ni una sola evidencia científica de la existencia de tal ente, los agnósticos o ateos respondemos con una afirmación sincera: no hay pruebas. Alguien podría imaginarse cómo sería nuestro sistema judicial si los fiscales no tuvieran que demostrar más allá de toda duda razonable la afirmación: “El acusado es culpable”. Sería el retorno a la Edad Media y sus ordalías. Los moralistas creyentes no tienen rubor en mentir o acomodar evidencias circunstanciales con tal de probar la verdad de la afirmación positiva: “Dios existe”. Piden moralidad sin bases sustentables. Dicen sustentar toda “ley natural” en un ser que no aparece por ningún lado. Los ateos en cambio sustentamos la defensa de la vida y la libertad en la existencia plena de un individuo humano dotado de derechos, sin importar si existe Dios o no, e incluso a pesar de la existencia de quienes claman por Él para aplicar la justicia al modo del Antiguo Testamento. Esa es la moral del tirano, le exige a sus súbditos un comportamiento que no es capaz de seguir él mismo.
Pienso que estos creyentes que ponen pararrayos en las cotas de las iglesias, le ponen una vela a Dios (rezando para que no los alcance un rayo) y otra al diablo, es decir a la ciencia. A pesar de que con cada avance de la ciencia Dios retrocede. Por eso yo ya escogí al demonio, escogí la ciencia. Porque aparte de todo es divertida, no como ese monolítico Dios del Antiguo Testamento o ese taumaturgo barato llamado Jesús, el de la secta de los nazarenos. Escojo el racionalismo y el liberalismo porque son aventuras del pensamiento. Escoger la religión sería congelarme en un éxtasis de LCD, alucinante, peligroso y sin un sentido real de la ética.
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