Crisis financiera e intromisión de la fe en la política

El Vaticano aprovecha la crisis financiera para intensificar la campaña para inmiscuir de nuevo a la fe en los problemas seculares de Occidente y colocar a la religión como autoridad moral por encima de todas las instituciones humanas.

“Pese a sus papeles diferenciados, la política necesita la religión; cuando Dios es ignorado, desaparece la capacidad de respetar derechos y reconocer el bien común”, afirmó el secretario del Estado Vaticano, el cardenal Tarciso Bertone, en una rueda de prensa en Roma, a propósito de la crisis financiera estadounidense que amenaza con extenderse a la economía global.

Bertone hace una afirmación cuestionable: que la religión es garante de que el Estado respete los derechos ciudadanos y reconozca el bien común. Nada tan alejado de la realidad, la mayoría de las veces en que el poder secular y el religioso se unieron poco o nada bueno salió de ahí para los pueblos.

Para probar lo nocivo de la intromisión religiosa no iremos a la edad media, sino a una época mucho más cercana donde quedó patente la ausencia de esa supuesta autoridad moral de la fe.

La Iglesia y Franco

El dictador Francisco Franco gobernó España de 1936 a 1975, durante ese tiempo su control sobre los ciudadanos fue cruel y contó con la complicidad activa del clero católico, que incluso participó en la conformación de políticas de estado y en procesos represivos.

En su libro “la Iglesia de Franco” (2001) el historiador y catedrático de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova, descubre como la iglesia católica, lejos de buscar la unidad y el respeto a la vida y propiedades de los perdedores acabada la guerra civil, colaboró con el régimen triunfante:

(…) Al aceptar esa misión, que permitía además tomar iniciativas represoras, pasar a la acción sin que nadie lo pidiera, los clérigos renunciaron a erigirse en un instrumento de reconciliación y ejercieron, en la vida cotidiana, de mensajeros del odio y de la venganza, de guías voluntarios del ángel exterminador (pág. 247).

Vistas así las cosas, poca relevancia tiene para la historia saber qué obispo fue el primero en emplear el término de cruzada, de guerra religiosa contra aquellos españoles, que eran muchos, rojos, masones, ateos e infieles. La unión entre la espada y la cruz, la religión y el «movimiento cívico-militar» es un tema recurrente en todas las instrucciones, circulares, cartas y exhortaciones pastorales que los obispos difundieron durante agosto de 1936 (pág. 67).

¿Dónde quedó la religión como guardián de los derechos y el bien común? ¿dónde su autoridad moral? Es importante recordar el silencio cómplice del Vaticano (que recibía informes periódicos de lo que pasaba en España) durante esos años de la dictadura franquista.

Aquí podemos seguir dando muchos ejemplos más de lo inconveniente que resulta cuando la religión tiene poder político, recordar el llamado a las cruzadas que el Papa Urbano II hizo a los nobles europeos en el Concilio de Clermont de 1095, el secuestro del niño judío Edgardo Mortara en 1856 por orden del Papa en los entonces existentes estados pontificios, la complacencia del clero chileno ante Pinochet o del argentino ante sus respectivas dictaduras… pero sería repetitivo, está de más advertir del peligro que representa la religión cuando su influencia va más allá de los templos y llega a las instancias civiles o cuando trata de manera sigilosa, como en las declaraciones del cardenal Bertone, de regresar a esa posición privilegiada. No lo permitamos.


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