Según la Iglesia católica, Dios tiene un Plan para la humanidad: “Creced y multiplicaos”, tal como dice el Génesis. Ese Plan se lleva a cabo mediante la sexualidad. Cualquier otra finalidad que se le busque fuera de la reproducción queda también fuera del Plan de Dios y por lo tanto es pecaminosa. La homosexualidad no es reproductiva, por lo tanto no tiene cabida dentro del Plan de Dios. Podemos encontrar en el Levítico alguna condena de la relación “hombre con hombre como con mujer”, que no entre dos mujeres, incluso a ser reos de muerte. Como figura en las Sagradas Escrituras, se confirma esa condena y fin de la historia.
Profundizando en las raíces teológicas de la condena a la homosexualidad, debemos fijarnos en varios aspectos. En primer lugar, es muy importante destacar que Jesús denuncia numerosas injusticias del tiempo en que vivió, sin embargo nunca condena la homosexualidad, ni siquiera la menciona. Por otro lado, si nos remontarnos unos cuantos siglos posteriores a su época y nos fijamos en las corrientes filosóficas que inspiran esta condena, podemos descubrir todo el entendimiento de la moral sexual cristiana de entonces, y que nos da explicación a las condenas morales actuales que defiende la Iglesia Católica.
Vamos a fijarnos en el siglo IV, y en concreto a un personaje trascendental para el surgimiento de esta ideología: Agustín de Hipona. Tras sus años atormentados de libertinaje sexual y sentimientos de culpa vividos en el norte de África, sufre un proceso de conversión que le lleva a escribir sus Confesiones, planteando desde entonces su filosofía, inspirada en las teorías de Platón. Agustín transforma el mundo de las formas en el mundo corporal. Le atribuye todas las imperfecciones existentes en el ser humano, el pecado. Por otro lado, relaciona el mundo de las ideas con el mundo espiritual, al cuál el ser humano debe tender. El problema que plantea es que al mundo espiritual hay que llegar limpio, sin pecado. Por lo tanto, el hombre debe desprenderse de todo lo existente en el mundo corporal porque se convierte en pecaminoso, y le impiden alcanzar a Dios. Esta teoría lleva también a la separación entre cuerpo y alma. El cuerpo, lo imperfecto, hay que castigarlo para que el alma se purifique. Así, derivando, también llegamos a disociar entre sexualidad y afectividad. La afectividad es el sentimiento hacia la persona, y por lo tanto eso es puro. El sexo es corporal, y por lo tanto pecaminoso. Su práctica se rescinde únicamente al cumplimiento del Plan de Dios (“Creced y multiplicaos”), condenando cualquier otra finalidad. Además, la mujer es creada para el hombre, y no se considera que tenga alma. Su única finalidad es procrear, pero tiende también a tentar al hombre. Por lo tanto, hay que evitar esa tentación para que el hombre pueda salvarse. Podemos también hablar de otros conceptos. Por ejemplo, la naturaleza humana está basada en el fin reproductivo, y por lo tanto, todo lo anti-reproductivo es antinatural. De ahí la condena del uso del preservativo o cualquier otro método anticonceptivo. En el mismo sentido, la homosexualidad también es antinatural. Otro término muy utilizado es el de la pureza. En el momento que una persona haya realizado el acto sexual deja de ser pura (o virgen en el caso de la mujer) y ya no es digna de subir al altar a celebrar los sacramentos. Por eso, un sacerdote debe guardar el voto de castidad. La mujer, ya de por sí considerada impura, nunca podrá ser sacerdotisa.
Difícilmente es de entender la postura actual de la Iglesia católica si no planteamos sus orígenes. Es importante destacar la celebración de uniones entre personas del mismo sexo en las primeras comunidades cristianas, tal como afirma John Boswell en Las Bodas de la Semejanza, debido a las raíces culturales de algunas mediterráneas, como la griega y la romana. Pero el concepto actual, ¿por qué no evoluciona? Probablemente ese inmovilismo se produce porque la Iglesia Católica se ha convertido en una enorme estructura y funciona como una armadura pesada y oxidada que le cuesta mucho articularse. Así, esta postura queda estancada por cuestiones no ya de índole religioso, sino más bien sociales y culturales. Ello, sumado al gran poder de arrastre que tiene en la utilización de la “Verdad Absoluta”, le ha llevado en muchas ocasiones a refugiarse en el poder, derivando en despotismos, caciquismos y usurpaciones de derechos que han provocado el sufrimiento de pueblos enteros sometidos a la tiranía de unos pocos. Y lo que es peor todavía, se utiliza el nombre de Dios para continuar situaciones de injusticia e intolerancia. Posiblemente ese problema es el que a otras corrientes, con mucha menos jerarquía organizativa y menor capacidad de convocatoria, les ha permitido evolucionar y situarse de forma más abierta y conciliadora frente a ideologías y cuestiones actuales.
Nota de los editores: Invitamos a nuestros lectores a leer el artículo Homosexualidad, religiones y humanismo secular.
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