“El engaño de Dios” [1] se llama el nuevo libro del biólogo británico Richard Dawkins, que desde hace treinta años vapulea con sus dudas los cimientos de la existencia de Dios. En su última embestida busca “elevar la conciencia” para convencer al mundo de que Dios es una creencia hueca.
Vivimos tiempos extraños. Los viejos temas se vuelven nuevas obsesiones y antiguos debates cobran una fuerza inusitada; como si, de repente, todas las delicadas piezas que forman el rompecabezas de nuestra cultura hubieran explotado en pedazos pero sólo para caer en la posición inicial. El viejo tema, en este nuevo escenario, es Dios, ese signo de interrogación como lo llamó alguna vez el escritor inglés Robert Graves. Quien ha desempolvado la vieja discusión entre ateos, agnósticos y creyentes es el genetista Richard Dawkins en su último libro The God Delusion [El engaño de Dios], que salió al mercado el pasado 22 de octubre (de 2003) en su edición inglesa. En épocas de clonación es lo que esperaríamos de un genetista: tener la habilidad de combinar unos extraños ingredientes llamados genes y traer al occiso a una nueva vida.
Dawkins ostenta, al menos de oídas, un título envidiable para cualquier académico: “Profesor de la cátedra Charles Simonyi para la comprensión pública de la ciencia” en la Universidad de Oxford, y en efecto, le hace honor al pretencioso título al ser un maestro de la claridad y de la profundidad en la ciencia. Habiendo vivido una infancia entre los animales en Malawi, se educó en Inglaterra y obtuvo un doctorado en Oxford bajo la supervisión del afamado naturalista de la década de los sesenta, Niko Tinbergen. Desde entonces, se dedicó a escribir libros con títulos tan presumidos y cautivantes como El relojero ciego (Editorial Labor, 1989) y Destejiendo el arco iris (Tusquets, 2000).
La observación del ensayista norteamericano Emerson, según la cual la claridad es la condición indispensable de la profundidad, como en un lago muy profundo en el cual sólo se ve el fondo cuando el agua está cristalina, cobra especial vigencia en la obra de Dawkins. Así ha ocurrido desde que publicó El gen egoísta en 1976, una obra a la vez inspiradora e indignante que no tiene reparos en decirnos lo que no queremos escuchar. Sostiene, por ejemplo, que las unidades más importantes sobre las cuales trabaja la selección natural son los genes. A pesar de que los organismos individuales nacen y mueren, los genes pasan de generación en generación manifestándose en sus “huéspedes” de diferentes maneras; bien sea construyendo piernas largas, una mano con cinco dedos o la propensión a desarrollar comportamientos. Para seguir su camino, estas pequeñas unidades deben valerse de un cuerpo que las replique: un mono es una máquina de preservar genes en las copas de los árboles, un pez los preserva en el agua, un virus es una máquina ingeniosa que usa otros cuerpos. Nosotros no somos la excepción. Ahora bien, a nivel del gen “(…) el altruismo tiene que ser malo, y el egoísmo, bueno. Sobreviven los organismos con genes que los impulsan a buscar su propio beneficio por encima del de los demás”. Hasta acá, pura genética. Aún nadie ofendido. Dawkins, sin embargo, puso el dedo en la llaga cuando en la misma obra aplicó esta teoría a lo que los humanos tenemos por los más altos valores. ¿Qué hay de los comportamientos puramente altruistas, como el amor maternal? Adecuadamente comprendidos, no son más que comportamientos egoístas. La madre cuida a sus crías porque cuida a los que tienen los mismos genes que ella; cuida su inversión genética. El mundo de las ciencias sociales de finales de los años setenta, aún amante de los ideales humanos de grandeza, hirvió de indignación ante la idea de que somos egoístas.
Aunque ahora el debate es sobre Dios, hay una preocupación común en toda su obra: la evolución como un proceso ciego que ha construido organismos inteligentes sin intervención sobrenatural. Su reciente libro sobre Dios y la religión está inspirado parcialmente en los ataques del 11 de septiembre de 2001, un hecho que impulsó a intelectuales en las más diversas áreas a pronunciarse con una vehemencia excepcional. “No es de extrañar que un grupo de jóvenes henchidos de adrenalina pero incapaces de tener una mujer en este mundo se hayan tragado la idea de tener setenta y dos vírgenes privadas en el siguiente mundo”, declaró el 15 de septiembre de 2001 en una declaración denominada “Los misiles desviados de la religión”, publicado por el periódico inglés The Guardian. El tono de The God Delusion es aún más altivo porque no constituye sólo un ataque al fanatismo religioso, sino a formas de religiosidad más moderadas; ellas crean el clima de aceptabilidad religiosa que permite el fanatismo, sostiene Dawkins. Y ¿por qué no llevar la reflexión hasta el núcleo mismo de la creencia religiosa; la existencia de Dios? Exceptuando unas pocas formas de creencia, casi todas las religiones tienen alguna forma de deidad personificada que está relacionada con la vida en el más allá.
Si bien es cierto, como lo argumentó el filósofo Bertrand Russell, en 1927, en “Por qué no soy cristiano”, que no es posible demostrar concluyentemente la inexistencia de Dios -por el simple hecho lógico de que no es posible demostrar concluyentemente la inexistencia de cosa alguna-, sí es factible decir que esa existencia es muy poco probable. Al fin y al cabo, tampoco podemos demostrar la inexistencia del abominable hombre de las nieves, los ovnis o las energías misteriosas de los cristales, formas recurrentes de las mitologías del siglo XXI. Pero esto no quiere decir que una persona con cuatro dedos de frente tenga que creer en ellos. El ejemplo de Dawkins es contundente. Si yo le digo que me demuestre la inexistencia de una tetera llena de té orbitando en este momento alrededor del planeta Marte, usted no lo podrá hacer. Pero pregúntese, ¿realmente cree que haya una tetera llena de té en este momento orbitando Marte? Basta cambiar la palabra “tetera” por “Dios”. Todos entendemos el alcance de esta analogía. En The God Delusion, Dawkins pasa de la duda e indemostrabilidad de la inexistencia de Dios, lo que desde épocas antiguas se llama agnosticismo, a sostener una posición más agresiva: el ateísmo. “Es hora de que el ateo salga del clóset”, nos ha dicho.
The God Delusion no es un libro de corte científico como El gen egoísta, sino que busca, para ponerlo en palabras del propio autor, “elevar la conciencia”. Sigue siendo, e incluso con mayor razón, un libro escrito para un público amplio. El primer capítulo examina las creencias religiosas de científicos de la talla de Einstein. Algunas afirmaciones sueltas de Einstein fueron desorientadoras para los creyentes, como cuando sostuvo que Dios no juega dados con el universo. La palabra Dios, según Dawkins, está usada acá en un sentido puramente metafórico y poético. La pregunta de Einstein se refiere en realidad a si el azar está en el corazón de todas las cosas. Es importante poder distinguir entre la creencia en ese Dios personal de la Biblia, por un lado, y el sentido de asombro y curiosidad frente al universo, por el otro. La primera es una actitud religiosa. La segunda es el motor mismo de la ciencia y es la que sostuvo Einstein.
Y en verdad que Dawkins se encuentra indignado con el Dios del Antiguo Testamento. Se resiste a creer en ese ser “…misógino, homofóbico, racista, infanticida, genocida, filicida, productor de pestilencias, megalomaniaco, sadomasoquista y caprichosamente malevolente”. El pianista Arthur Rubinstein lo expresó con elegancia en una entrevista radial hace años. Cuando le preguntaron si creía en Dios, contestó toscamente, luego de una pausa tensa: “No. Aquello en lo que creo es algo mucho mayor”. El ateo, en este sentido, es simplemente alguien que cree que no hay nada más allá del mundo natural y físico, ninguna inteligencia sobrenatural detrás del universo observable, ningún alma que sobrevive al cuerpo físico y que no hay milagros, excepto quizá en el sentido de fenómenos naturales que no entendemos aún pero que serán entendidos eventualmente. Es una cuestión de sentido común y de preocupación por la verdad, dos temas que se asoman constantemente entre las líneas de The God Delusion. Las posiciones conciliadoras entre ciencia y religión, como las que pudiera sostener un científico creyente son, por definición, inconsistentes alega Dawkins en el capítulo siete. Se cree en las verdades reveladas de la religión o en la ciencia, ya que en varios sentidos ambos cuerpos de creencias son incompatibles, como dos barras de hierro que no se pueden fundir empujando una contra la otra. Si se alega que las religiones en general y la Biblia en particular deben tomarse en un sentido simbólico, entonces la que entra en contradicción es la creencia religiosa misma: en efecto, toda se debe tomar en ese sentido y no suponer que algunos misterios y pasajes son simbólicos, como cuando Cristo camina sobre las aguas, mientras que otros son verídicos y factuales, como la crucifixión. No se pueden tener los huevos intactos y la torta, también se lee en The God Delusion.
¿Por qué, entonces, esta fuerte persistencia de la religión en las sociedades humanas? Desde que se tiene registro, los humanos han creado más de cien mil religiones, existentes en todas las sociedades, incluso allí donde un fin del Estado ha sido la eliminación de la religión. ¿Por qué? Una repuesta a esta pregunta ya la había planteado el filósofo naturalista de la Universidad de Tufts, Daniel Dennett, quien, como si el debate no estuviera ya caliente, también tiene un nuevo libro sobre religión: Breaking the Spell [Rompiendo el hechizo], que plantea que la religión es un fenómeno natural, publicado por la editorial Viking en febrero de este año (2006). De acuerdo con Dennett, una capacidad básica que los humanos primitivos desarrollaron para dominar su medio ambiente fue la de atribuir inteligencia a algunos seres que los rodeaban. No es difícil imaginar las ventajas de esta habilidad: saber si el tigre me atacará, poder predecir qué hará mi contendor en una pelea, leer los deseos de otros. Tal capacidad está escrita en nuestros genes y es un producto de la evolución.
Venimos a este mundo con un cierto dominio de ella -nadie nos tuvo que enseñar que otras inteligencias habitan este planeta- y es útil para tareas que van desde pelear hasta seducir. Sin embargo, como otras capacidades humanas, ésta es una que excedió el ámbito de su aplicación original. Es así como los humanos somos propensos a atribuir inteligencia incluso allí donde no la hay; al sol y al cielo, a los monstruos imaginados en el armario ante el más ligero sonido.
Algunos alegarán, como último recurso, que la religión subsiste como una fuente de felicidad, pero esta posibilidad pronto queda eliminada para Dawkins, por medio de un argumento que ya había esgrimido George Bernard Shaw: el hecho de que un creyente sea más feliz que un no creyente viene a ser lo mismo que decir que un borracho o un loco es más feliz que un hombre sobrio. Puede que sí, ¿Pero quién querría estar loco para poder contarse entre los dichosos?
Notas
Este artículo apareció por primera vez publicado en el diario El País el 03 Abril de 2004 con el título de “Ateo sal del clóset”. [N. del A.]
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