Una parábola perdida
Como todos sabemos, los Evangelios han sido manipulados hasta el hartazgo por monjes malvados que se aprovecharon de las carencias informativas de su época, gracias a lo cual reescribieron a su antojo los textos originales sin que nadie pudiera desmentirlos. Lo cierto es que cuando Lázaro resucitó se abalanzó sobre María y trató de comerle el cerebro. Hicieron falta tres o cuatro apóstoles para reducirlo y hubo que esperar a que Jesucristo tomara la decisión menos agradable: devolver al zombie al reino de las sombras. Pero como todos sabemos, la Parábola del Zombie ha sido suprimida y ochenta generaciones han debido conformarse con una versión adulterada de los hechos.
Resucitados e inmortales
—Conjugar la primera persona del pretérito indefinido del indicativo del verbo morir no es para cualquiera —dijo Lázaro de Betania.
—Eso no es lo más importante —repuso Ahasverus, el judío que le negó un sorbo de agua al sediento Jesús durante el camino hacia el Calvario y fue condenado a errar por la Tierra hasta la Parusía.
—¿No? ¿Y qué es lo importante?
Ahasverus se rascó la cabeza; buscaba las palabras adecuadas. —Lo relevante es saber si te resucitó para hacerte inmortal, como a mí, o simplemente se limitó a producir un acto espectacular, sin preocuparse por tu suerte.
—¿Llamas inmortalidad a tu escarmiento? —rió Lázaro—. Un minuto de mi nueva vida vale por toda la eternidad, ¿comprendes? En cambio, tu penoso reptar por la superficie polvorienta del mundo, aunque dure siglos, no vale nada y a nadie interesa.
—Será cómo se mire —dijo Ahasverus sacando una sica y hundiéndola en el pecho del resucitado—. Por lo pronto, mi castigo no puede ser aumentado. —Vio caer el cuerpo, limpió la sangre en su túnica y siguió reflexionando—. Y que conste que sólo he cometido este acto absurdo para probar mi teoría, no porque me mueva el menor odio hacia ti o porque haya buscado alguna forma de perverso placer.
Garito
—La verdad de una teoría —dijo Albert Einseten pasándose la mano por el cabello— nunca puede ser probada, porque no se sabe si alguna experiencia futura no entrará en contradicción con sus conclusiones. Alexis Zorba se retorció la punta del bigote con los dedos antes de hablar, y cuando habló fue lapidario: —Querido amigo, la verdad de las teorías no valen lo que un paso de baile cuando la música del santuri se te mete en las venas. El universo necesita más Zorbas y menos teorías. —Y refrendando lo dicho con un hecho apuró el vaso de ouzo y me hizo una seña para que le sirviera otro—. He jugado y perdido varias fortunas; he amado y abandonado a cientos de mujeres; he sufrido y gozado como pocos hombres. ¿Teorías? ¡Por favor!
Estábamos desde hacía una semana en la taberna Jamaica que Alfred Hitchcock, el rubicundo ex pirata, veterano de mil aventuras bizarras, le había comprado a Bob Marley por una suma ridícula. A mi lado, mientras Zorba y Einstein debatían sus espinosos temas filosóficos en presencia de un silencioso Baruch Spinoza, Gregor Samsa (ya recuperado de su penosa dolencia), y Johannes Brahms jugaban a los dados. Era evidente que, una vez más, los polemistas no iban a llegar a ninguna parte, pero eso no los amilanaba.
—¡Full servido! —exclamó Samsa.
—¡Maldito seas! —bramó el músico—. Ni que tuvieras al altísimo de tu lado.
Todos hicimos silencio. La invocación no podía ser tomada a la ligera. Y el silencio se transformó en una densa masa de jalea negra que no parecía tener el menor apuro en disolverse.
—Háganse cargo de sus dichos —dijo Hitchcock finalmente. Señaló hacia arriba con el dedo y una voz de trueno estalló, haciéndole eco.
—¡Voy para allá! —bramó la voz—. Termino con un par de asuntos y bajo.
—¡Por favor, a los dados no! —gimió Einstein.
—¿Qué le dije acerca de las teorías? —se burló el griego—. ¿No era que el barbudo no jugaba a los dados?
—Con el universo —replicó el físico, recomponiendo el discurso, pero preocupado por sus finanzas—; cada vez que baja a jugar a los dados nos pela a todos.
—Eso ocurre —dijo Zorba— porque ustedes son timoratos, pusilánimes, cobardes… Apuesten fuerte y verán que arruga como cualquiera.
—Eso mismo —agregó Hitchcock—. Apostémosle una idea, algo que no se le hubiera ocurrido que iba a suceder nunca.
—¿Por ejemplo?
Todos pensamos intensamente. Y fue al silencioso Spinoza que se le ocurrió la mejor idea de los últimos tiempos.
—Apostémosle que el papa va a renunciar, que se pasa al judaísmo…
—¿Estás loco? —gritamos todos a coro.
—No —concluyó Spinoza, muy convencido de sus palabras.
Sergio Gaut vel Hartman (1947) es un escritor y editor argentino de ciencia ficción. A inicios de la década de 1970 escribió media docena de relatos para la revista española Nueva Dimensión. Entre esa década y la siguiente, publicó un libro de cuentos, Cuerpos descartables, y un cierto número de relatos en revistas y antologías; uno de los más conocidos, “Náufrago de sí mismo” apareció en la antología El cuento argentino de ciencia ficción que compiló Pablo Capanna para Editorial Nuevo Siglo. Su novela El juego del tiempo quedó finalista del Premio Minotauro 2005.
Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, italiano y árabe. Tiene muchos textos publicados en revistas internacionales del género.
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