En esos escasos momentos en que me da por pensar en mi muerte, la cuestión principal que me atañe es la forma en que se deteriorará mi cerebro. Las enfermedades neurológicas nos muestran que hay varias maneras de ‘abandonar la nave’ antes de que tu cerebro muera. El Alzheimer, la amnesia y la demencia son algunas de ellas. Los pacientes en estado de detrimento avanzado ya no son quienes fueron, la enfermedad los despoja de su identidad y es allí, en mi opinión, donde se aloja la muerte. Si olvidas para siempre quien fuiste te conviertes en otra persona. No quiere decir que dejes de ser una persona, simplemente dejas de ser tú, el cuerpo que siempre fue tuyo puede sentir y percibir el mundo pero ya no existes y si el daño es irreparable, nunca más existirás, que es lo mismo que morir.
Millones en el mundo han perdido a sus seres queridos así. La persona se esfuma y su familiar rostro ahora los observa con ojos de desconocido. El cerebro del paciente, por su parte, intenta poner orden a este nuevo y caótico mundo conformado por lagunas que es incapaz de llenar. Lo que queda de su hemisferio izquierdo inventa una nueva historia formada por párrafos que sobrevivieron al terremoto que azotó su memoria y le robó los recuerdos. Hasta la personalidad puede cambiar cuando el Alzheimer u otras dolencias neurológicas inician su camino por las redes neuronales, devorando nuestra vida poco a poco, extirpándonos de nuestra identidad primero para luego encargarse de la biología que dejamos detrás.
“¿Qué pasa con el alma en un enfermo de Alzheimer? ¿No debería el alma retener la identidad de la persona aún el cerebro se encuentre en intenso estado de deterioro?, ¿o es que abandona al paciente cuando el cerebro olvida quien es?, ¿se genera entonces otra alma para esta nueva persona sin identidad que surge de la enfermedad?”
Al principio, mi amigo el médico pretendió no escuchar mis acostumbradas peroratas pero como estoy acostumbrada, le repetí mis inquietudes.
“No soy cura, soy médico. No puedo responder esas preguntas”.
Acepté su justificación sin dejar de presionar. “Pero eres creyente, ¿crees que existe un alma dentro de cada persona que se desprende cuando uno muere y continúa por un camino sobrenatural conservando su identidad?”
Esta vez lo pensó. A lo mejor porque ya sabía hacia donde me dirigía y quería actuar con cautela, pero sonrió al contestarme lo que me aseguraba que, ante todo, se lo tomaba de buen humor. Una cualidad invaluable y que aprecio hondamente cuando argumentamos sobre estos temas.
“Creo que existe el alma pero como hombre vago con mis creencias, no puedo explicarte los mecanismos precisos que manejan a estas almas. Dios me puso en este mundo para que me encargara de cosas terrenales, como lo que hago con mis pacientes, ya sabré lo que pasará con mi alma cuando muera”.
El doctor encontró su salida y no dudó en usarla; mis inquietudes, mientras tanto, volaron hacia otros rumbos. Investigar creencias siempre me enfrenta a un mundo vasto donde el uso de la interpretación impera; así ha ocurrido con el concepto del alma, es también sumamente diverso y ha permutado con los tiempos. Al escuchar la explicación de mi amigo el budista, por ejemplo, imágenes de los sifonóforos atiborraron mi cerebro. Estos organismos multicelulares forman colonias tan perfectas en su funcionamiento que los hace parecer un solo animal, de la misma forma, las almas en el mundo del budista son parte del ‘todo’ y nunca de un individuo; se mueven al unísono con el Universo, renovándose en el nacimiento de cada nuevo ser.
“Para nosotros todo está siempre en un constante fluir, las almas en el Cosmos cambian y por eso no recuerdas quien fuiste, y ese que serás después que mueras no recordará completamente quien eres ahora. Pero parte de ti permanece, aunque no lo recuerdes, es así como funciona el Universo”.
Pues habrá que darles la buena noticia a los astrofísicos que continúan indagando: los budistas ya tienen la explicación. Y no sólo ellos, muchos otros aseguran saber con exactitud lo que ocurre luego de que una persona muere. Algunos piensan que las almas recuerdan todo y son hasta juzgadas en distintas estaciones de ese mundo sobrenatural que sólo ellas pueden alcanzar; otros aseveran que las almas mueren con el cuerpo y que sólo al momento de la resurrección regresará el espíritu con la deidad que lo creó. En otras creencias, las almas no recuerdan su vida anterior y la meta es reencarnar en otros humanos para crecer espiritualmente; otros dogmas más animistas inyectan eso que llaman alma hasta a los objetos, mientras que algunos más ortodoxos aseguran que las almas son exclusivas de los humanos. Esperemos que los alienígenas que primero nos visiten sean ateos o tendremos serios conflictos sobre qué especie posee la exclusividad de tan escurridizo elemento.
Descubrí otra interpretación, digamos que ‘neurológicamente’ espiritual, a mi inquietud sobre el alma y la biología a través del doctor Stephan G. Post, del Centro de Park Ridge para la Salud, la Fe y la Ética. De acuerdo con Post, no es necesaria la existencia de un alma inmaterial para que la experiencia religiosa con un ser superior sea genuina. Para él, existen caminos neurológicos precisos que son los que hacen posible la relación con los dioses, o con su Dios en específico.
“En un estado avanzado de demencia, mientas exista algún tipo de función neurológica, no se puede establecer científicamente que la capacidad neurológica para la relación con Dios se ha perdido completamente, a menos que el paciente se encuentre en un estado de supervivencia tan deplorable que esté al borde de entrar en la vegetación persistente”.
Post no sabe qué ocurre con la relación divina en estas personas en estado vegetativo, pero todos esperamos que el ser omnipotente tome, finalmente, cartas en el asunto. Por mi parte, me parece que una persona en estado de demencia avanzada, Alzheimer o amnesia profunda, olvidará hasta lo que significa rezar. No es su culpa que seamos un paquete de neuronas moldeadas por nuestros genes, parafraseando a Francis Crick, uno de los científicos que descubrió la molécula de DNA. Ciertamente, para muchos investigadores, como el entomólogo E. O. Wilson, son los genes los que mantienen a las culturas encadenadas.
A mí me contaron cuando niña que tenía un alma y que era inmortal. Me enseñaron que al morir, mi alma se iría al cielo con toda la gente buena (debo precisar que en el mundo que crecí, el planeta completo era católico y todo el católico era bueno. ¡Vaya!). Más aún, mi alma recordaría todo lo vivido y sería esperada por aquellos seres queridos que ya han muerto, quienes nos ofrecerían un tour y responderían a nuestras inquietudes sobre el acceso a Wi Fi y si cada alma tiene derecho a su propio control remoto. También me informaron que desde el cielo podría ver a los seres queridos que aún vivían y que podría intentar interceder por ellos desde allí. Ayudarlos directamente, al parecer, es sumamente difícil y contra las normas.
De hecho, sin el concepto de un alma que retenga la identidad, la idea del infierno es totalmente inútil. Si el diablo tortura a un alma que no recuerda la vida que vivió, sus aciertos ni desaciertos, ¿es posible entonces decir que esa persona está pagando por sus pecados? No lo creo, esa persona dejó de existir, ya no sufre ni padece, tampoco ríe ni siente placer, no existe; y no tiene sentido castigar a un alma sin identidad por los pecados de un individuo ausente.
Los filósofos se han pasado siglos discutiendo el concepto del alma también. Unos pensaban que era la acción de vivir y que una vez moríamos, esa acción moría con nosotros, otros fueron más espirituales, atribuyéndole poderes que superan la muerte. En la actualidad, ciertos gurúes de lo paranormal han combinado sus pasos metafísicos con ideas científicas sobre temas jóvenes y complejos de la física. Estos “psíquicos” aseveran que el alma tiene propiedades cuánticas, o que está compuesta de átomos; también se dice que es como la energía, que nunca muere y sólo se transforma; en fin, cualquier elemento funciona, ya sea una sustancia incorpórea o un material subatómico, el alma es la diva religiosa por excelencia, una idea que ha impregnado nuestras culturas y que cambia tanto de imagen como los dioses de nombre.
Yo no creo que exista el alma que me enseñaron cuando pequeña; por ende, tampoco creo en las demás. Pensar que el concepto que aprendí de niña es el verdadero es aseverar que una religión o creencia está por encima de las demás, y no pienso así. De hecho, así como descarté todas esas definiciones del alma, asimismo fui eliminando a los dioses. Si pienso que el de ellos era falso y que el tuyo no existe ¿cómo afirmar que el mío sí es real?
Una vez, durante una estadía en el campo intentaba encender una lámpara de gas pero abrí la cavidad equivocada y perdí la conciencia. Cuando regresé en mí, durante esos primeros segundos, no reconocí a quien trataba de reanimarme y que era entonces mi esposo. Nunca olvidaré ese momento, precisamente porque me fue posible regresar a la persona que soy. Si me hubiese quedado en un estado como aquel, de completa confusión y sin recordar quién era, no puede decirse que seguiría siendo yo, parecería que soy yo porque es mi rostro y mi cuerpo, pero sin recuerdos que me hagan conciente de mi identidad, mi persona ya no es. Estas cuestiones existenciales que han plagado las páginas de incontables libros en las culturas humanas pueden resumirse en el funcionamiento de un órgano: el cerebro.
Responsabilizo a las fabulosas lecturas de científicos como Francis Crick, Oliver Sacks, Vilayanur S. Ramachandran y Steven Pinker, entre muchos otros, por despertar en mí este impetuoso interés por el cerebro. Ese talento que poseen para transmitir sus conocimientos científicos de manera atractiva y fácil de comprender me reveló, no sólo la asombrosa maquinaria que es este órgano productor de pensamientos, sino el efecto que tiene su funcionamiento adecuado en todo lo que somos, desde nuestra conducta hasta nuestra personalidad y temperamento. Sus conclusiones resolvieron para mí todo el problema de la existencia y del alma. Hemos visto aquí en Sin Dioses un número variado de casos neurológicos asombrosos, como el popular H. M., cuyas tragedias nos permiten observar la importancia de los recuerdos en la identidad que asumimos y cómo todo nuestro pasado está almacenado en ese órgano glotón que alojamos en la cabeza, si algo daña estos archivos, nuestra vida completa cambia al punto de que nosotros mismos desaparecemos para dar lugar a otra persona singular y sin pasado.
En ese sentido, hablar de alma es referirnos a la conciencia, pero no esa que hace posible que despertemos y percibamos al mundo, sino la que nos permite percibirlo desde nuestro muy personal punto de vista. Ese lugar que aloja mis datos y mi conocimiento sobre quien soy, me parece se encuentra en el alambrado general del cerebro y es posible generarlo si todas las demás partes de esta materia gris y blanca funcionan a la perfección. Cuando el daño es tan grave que borra la conciencia de nuestra propia identidad de forma irrevocable, es posible admitir que esa persona ha dejado de existir. La idea de un alma únicamente complica la explicación y, como no existe una definición exacta para el concepto, lo mejor es borrarla de nuestra ecuación y concentrarnos en esas asombrosas redes neuronales. Es allí donde yacen las respuestas a nuestras conductas y la explicación de esa revolucionaria idea sobre lo que realmente somos: un enmarañado y prodigioso ovillo de neuronas.
Ciegos que “ven” y personas que no reconocen sus propios cuerpos
Esos insólitos malfuncionamientos cerebrales
Conoce a Ingrid. Su caso es bastante particular pues esta mujer suiza tiene una ceguera muy específica: Ingrid no puede ver objetos en movimiento.
“Ingrid sufrió daño bilateral en un área del cerebro conocida como temporal medio (TM). En casi todos los aspectos su visión es normal, ella es capaz de reconocer objetos, rostros de personas y leer libros sin problema alguno, pero cuando Ingrid mira a una persona corriendo o carros en movimiento en la autopista, la mujer sólo percibe una sucesión de imágenes estáticas en vez de la impresión fluida de movimiento continuo al que estamos habituados. Ingrid vive aterrorizada porque no puede cruzar calles ya que le es imposible estimar la velocidad de los carros que se aproximan. Por ejemplo, cuando habla con alguien en persona puede escuchar la conversación perfectamente pero no ve el cambio en el rostro del interlocutor y hasta servirse café es imposible porque no sabe cuándo se ha llenado la taza”, explica V. S. Ramachandran en su libro, Fantasmas en el cerebro.
Casos como el de la mujer suiza han ayudado a los neurólogos a comprender mejor el sistema visual del cerebro, que es mucho más complicado de lo que cualquiera se imaginaría. Dos caminos toma la visión entre las neuronas, en uno de ellos se procesan respuestas a la pregunta “qué”, y allí se analiza información sobre los objetos que observamos como su color, su historia, su función. Esta vía primaria se conecta como a treinta zonas más dedicadas a procesamientos específicos de la visión. El segundo camino, nos dice Ramachandran, se concierne con la respuesta a la pregunta “cómo” y nos ayuda a navegar en el espacio, negociar los terrenos y evitar los obstáculos. Los estudios de estos caminos han demostrado que la ‘conciencia’ (eso que proyecta nuestra identidad al mundo y nos permite estar atentos y reaccionar a los estímulos), se encuentra dispersa por distintas regiones en el cerebro.
Veamos estos extraordinarios casos clínicos. Algunos pacientes que han padecido derrames o accidentes desafortunados, presentan un tipo de ceguera que los neurólogos reconocen como ceguera lúcida o “blindsight”. Los pacientes manifiestan daños serios en áreas en las vías primarias de la visión que los han dejado parcial o totalmente ciegos; sin embargo, en pruebas de laboratorio, estas personas son capaces de percibir y agarrar objetos sin verlos. Uno de estos pacientes, Drew, que estaba ciego de todo su lado izquierdo, atrapaba sin titubeos la mano del neurólogo que lo examinaba, el doctor Larry Weiskrantz, entonces en la Universidad de Oxford, cuando se movía rápidamente por su lado ciego.
“El misterio es resuelto cuando conocemos las vías neuronales y concedemos que el segundo camino visual, que tiene que ver con nuestros movimientos en el medio y con evitar objetos y demás obstáculos, no está dañado en el cerebro de Drew, por lo que, de forma inconciente, él es capaz de percibir mi mano y atraparla cada vez, aún dentro de regiones afectadas por su selectiva ceguera de las áreas primarias, ya que sus áreas secundarias continúan intactas y exhiben su propio tipo de conciencia”.
Incidentes aún más curiosos surgen de otros casos clínicos, como la paciente que perdió la capacidad de reconocer todo lo que existe a su izquierda. La mujer, que siempre cuidó de su apariencia, sólo acicalaba el lado derecho de su cuerpo, no porque no viera el izquierdo sino porque esa parte del mundo había desaparecido para ella. Su cerebro era incapaz de procesar cualquier cosa que pasara por ese lado pues las partes esenciales que se dedicaban a esas labores de apreciar el espacio zurdo, habían muerto en el derrame que afectó su hemisferio derecho. Oliver Sacks narra en su libro, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, su oportunidad de tratar pacientes que no reconocían la región de su cuerpo paralizada por el derrame, una condición conocida como “negligencia”. De hecho, una de estas pacientes, Esmeralda, padecía de un síndrome llamado somatoparafrenia, que la hacía negar sus propios miembros como suyos. Cuando el neurólogo levantaba su brazo izquierdo y le preguntaba si lo reconocía, Esmeralda le explicaba que era el brazo de su hermano mayor, que ni siquiera se encontraba en la habitación.
“¿Cómo es que lo reconoces como el brazo de tu hermano, Esmeralda?”, le preguntaba el doctor.
“¡Porque es velludo y grande como el de mi hermano, doctor!”, le contestaba Esmeralda, sorprendida ante la inocencia del médico.
El cerebro es una maquinaria compleja que funciona como un todo gracias al trabajo en específico de áreas especializadas. Cada vez que una zona de estas se daña por enfermedad o accidente, los neurólogos tienen la posibilidad de observar directamente los cambios que ocurren en el paciente como causa de esos malfuncionamientos. Estas investigaciones han vinculado todo eso que somos a la actividad acertada de los circuitos neuronales. El deterioro y el daño cerebral pueden cambiar completamente el mundo en que vivimos y obligarnos a comportarnos de formas tan extrañas que sorprenderemos a nuestros propios neurólogos; como el caso de la señora con negligencia que no percibía la parálisis en su lado izquierdo y aseguraba ser capaz de aplaudir a pesar de que su brazo izquierdo yacía a su lado inmóvil. Este caso del aplauso con una mano da cabida a varios tomos de argumentaciones filosóficas pero hoy la neurología lo explica adecuadamente a través del funcionamiento, y malfuncionamiento, cerebral.
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